En la Palestina de Jesús la sociedad hebrea, como muchas otras era patriarcal. La mujer cargaba con sus deberes a manera de obligaciones humillantes, entre los que se encontraba la obligación de una obediencia ciega al varón como a su dueño. Obediencia que además estaba enmarcada por los preceptos de la Ley y que por lo mismo se convertía en riguroso deber religioso; lo que quiere decir que si la mujer llegaba a desobedecer estaba incumpliendo la Ley cometiendo un pecado grave, y como tal, era sancionada.

La mujer era tratada siempre como un problema desde el mismo nacimiento, ya que ordinariamente no era deseada, pues había más alegría por el nacimiento de un varón que por el de una niña. En tal sentido, si una mujer sólo había parido hijas, el esposo tenía el apoyo de la Ley para pedir el divorcio, reclamando que su mujer no había respondido a su deber de darle hijos varones; y en el caso de no llegar a tener hijos, era repudiada y abandonada por su marido sin consideración alguna.

Desde su nacimiento estaba obligada a la obediencia paterna, o en su defecto si éste moría, a sus hermanos o parientes más cercanos, hasta que contraía matrimonio, momento en que pasaba a ser propiedad del esposo. A los once años la joven dependía todavía enteramente a su padre, quien en caso de necesidad podía venderla como esclava si llegaba a decidirlo.

De los doce a los doce años y medio, una niña se convertía en muchacha, es decir, contaba con la edad suficiente para casarse y ya no podía ser vendida; pero de igual forma, su padre tenía todo el derecho a programar sus esponsales sin su consentimiento. Por ella el padre recibía un pago por los gastos invertidos en su preparación para ser una buena esposa. Esta dote era entregada a la familia en consideración de la mano de obra de la que la familia iba a ser privada.

Como ya hemos visto pertenecían al padre las hijas menores hasta el momento de su boda. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres edades para la mujer:

  • La menor, gatannah, hasta la edad de doce años y un día

  • La joven, na'arah, entre los doce y doce años y medio

  • Y la mayor, bôgoret, después de los doce años y medio

Entre los seis meses y el año después del contrato de compa-venta, pues eso era en el fondo la ceremonia de desposorios o esponsales, la mujer pasaba a vivir a la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba una nueva carga, amén del enfrentamiento con otra familia extraña a la recién llegada, a la que casi siempre se manifestaba una abierta hostilidad.

La diferencia entre la esposa y la esclava o una concubina era que la primera disponía de un contrato matrimonial y las últimas no. A cambio de muy pocos derechos, la esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler el grano, coser, lavar, cocinar, amamantar a los niños, hacer la cama del marido y, en compensación por su sustento, hilar y tejer. Otros añadían incluso a estas obligaciones las de lavar cara, manos y pies, al marido, así como preparar su ropa.

El poder del marido y del padre llegaba al extremo de que, en caso de peligro de muerte, había que salvar antes a ellos que a las mujeres. Al estar permitida la poligamia, la esposa tenía que soportar la presencia y las constantes afrentas de las concubinas. Pero la poligamia sólo podía ser asumida por la gente pudiente y no era habitual. En cuanto al divorcio, que estaba admitido según la Ley mosaica, el derecho estaba única y exclusivamente de parte del marido. Sólo él podía iniciar el trámite. Esto daba lugar, lógicamente, a constantes abusos.

Naturalmente, dentro de estos límites, la situación de la mujer variaba según los casos particulares. Había dos factores que tenían especial importancia: por una parte, la mujer encontraba apoyo en sus parientes de sangre, especialmente en sus hermanos, lo cual era capital para su vida conyugal; por otra, el tener niños, especialmente varones, era muy importante para la mujer. La carencia de hijos era considerada como una gran desgracia, incluso como un castigo divino. La mujer, al ser madre de un hijo, era considerada, había dado a su marido el regalo más precioso.

La mujer viuda, en ocasiones quedaba vinculada a su marido, es decir, cuando éste moría sin hijos, debía esperar, sin poder intervenir, que el hermano o hermanos del difunto contrajesen con ella matrimonio levirático o manifestasen su negativa, sin la cual ella no podía volver a casarse.

Había establecidas, igualmente, distinciones legales muy claras entre los sexos que marginaban a la mujer en lo referente a su participación en las actividades religiosas y comunitarias; así, por ejemplo, una mujer no podía:

  • Dar testimonio en un juicio pues era considerada mentirosa por naturaleza, así como tampoco podía ser juez en ningún asunto legal.

  • Iniciar un proceso de divorcio. Este derecho era exclusivo del hombre, que tenía que entregar a su esposa una carta de divorcio. Podía ser repudiada por: defectos físicos, enfermedad, esterilidad, conducta inmoral, adulterio...

  • No tenían derecho a poseer nada: ni el fruto de su trabajo, ni siquiera lo que pudiese encontrar en la calle, por ejemplo. Todo pertenecía al padre o al marido.

  • Las reglas judaicas que se seguían entonces mantenían que era preferible no hablar con las mujeres en público por el bien del alma. Estas reglas de "buena educación" prohibían incluso, encontrarse a solas con una mujer y mirar a una casada o saludarla.  Otra norma  era que cuando salía de casa, no importaba para qué, tenía que llevar siempre la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una diadema sobre la frente, con cintas colgantes hasta la barbilla y una malla de cordones y nudos. De este modo no se podían conocer los rasgos de su rostro. Si salía de casa sin llevar la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto "las buenas costumbres" que su marido tenía el derecho de despedirla sin estar obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de divorcio. Sólo el día de la boda, y si la mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza al descubierto. Por norma general estas observaciones las llevaban a cabo los más puritanos, especialmente los fariseos.

La vida de las mujeres de familias más humildes, sin embargo, no podía observar estas reglas a rajatabla, pues en los más de los casos debía ayudar al marido en el trabajo.

En el campo las relaciones eran más libres y sanas que en las grandes ciudades. Así por ejemplo, en los pueblos la mujer iba a la fuente a por agua, se unía al trabajo de los hombres en el campo, vendía productos de la cosecha, servía en la mesa, etc.; y tampoco se llevaba tan rigurosamente el que debía llevar cubierta la cabeza, obviamente porque eso hubiera dificultado su pericia en la ejecución de los trabajos.

En la casa las hijas debían ceder siempre los primeros puestos, e incluso el paso por las puertas a los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a las labores domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto al padre, tenían la obligación de alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, ocuparse de él cuando era anciano y lavarle la cara, manos y pies.

Otras de sus muchas obligaciones y tareas domésticas se enumeran a continuación:

  • El primer sonido en los pueblos es la molienda del grano. Eran las mujeres quienes realizaban esta tarea. Se sentaban por parejas poniéndose una frente a la otra. El molino estaba compuesto de dos piedras. La superior se movía sobre la inferior impulsada por una manija que se empujaba alternativamente. La piedra superior daba vueltas alrededor de un pivote de madera en el centro de la de abajo. El agujero de la piedra superior para el pivote estaba en forma de embudo para recibir el grano, que era puesto por ambas mujeres dentro. La harina que iba saliendo de entre las piedras se recogía en una piel de oveja puesta bajo el molino.

  • También fabricaban las telas para la familia entera. La lana que usaban se obtenía de los rebaños. Se usaban telares rústicos. Las agujas eran muy toscas y estaban hechas de bronce o astillas de hueso que se afilaban de un extremo y agujereaban en el otro.

  • El lavado de la ropa era exclusivo también de ellas. Iban a las corrientes de agua, manantiales o canales de riego. Sumergían la ropa, la extendían sobre una roca plana y la golpeaban con una cachiporra. El jabón que usaban era un alcalí vegetal.

  • El ir a traer agua de los pozos y manantiales para los quehaceres hogareños. El mejor tiempo para ello era por la tarde, aunque también podía hacerse en las primeras horas de la mañana. Para ello utilizaban los cántaros, que solían portar en la cabeza o el hombro. Cuando eran grandes cantidades las que se necesitaban, eran los hombres quienes las cargaban en grandes odres de piel de oveja o de cabra para llevarla.

En lo que a la herencia se refiere, no tenía el mismo derecho que los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a las hijas.

Desde el punto de vista religioso, tampoco estaba equiparada con el hombre. Se veía sometida a todas las prescripciones de la Torá y el rigor de las leyes civiles y penales, incluida la pena de muerte, no teniendo acceso en cambio, a ningún tipo de enseñanza religiosa. Ni tan siquiera estaba obligada a ir en peregrinación a Jerusalén por las fiestas de la Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos.

En la sinagoga podían entrar solamente a la parte destinada al culto; pero había unas barreras y celosías que separaban el lugar destinado a ellas. No podían hacer la lectura, principalmente porque no sabían leer, aunque el motivo real era porque no se esperaba de ellas que pudieran hacer una enseñanza pública.

Sin embargo, a pesar de que no gozaba de igualdad de derechos, no fue perseguida. Si bien sufría de limitaciones en cuanto a su participación en las cuestiones rituales y en su posición en las relaciones familiares, se veía protegida por la ley pues el abuso y maltrato hacia ellas estaba prohibido.

Aunque la mujer judía se veía restringida por ciertas limitaciones, estaba obligada a cumplir con mandamientos de importancia, lo que le permitía participar en la vida comunitaria. Era considerada esencial en la transmisión de la identidad religiosa en la familia. Como raíz espiritual de la educación, la madre es responsable de que los valores se transmitan de generación en generación. Es por ello que es considerado judío aquel que nace de madre judía.

A diferencia del hombre no se ve obligada a cumplir con los preceptos religiosos que se establecen para determinadas horas y días. El objetivo es liberar a la mujer de observar mandamientos que interfieran con sus labores en el hogar y con la familia y especialmente en atención a los niños. Al no tener que estar inmersa en las prácticas religiosas no necesitaba recibir educación formal, por lo que se limitaba a escuchar las lecciones que se impartían a los niños.

La esencia de la mujer en esta sociedad patriarcal, por tanto, reside en la procreación y su deber primordial es el de ser compañera del hombre.

NOTA: Un dato a tener en cuenta a la hora de representar la escena de la Presentación en el Templo. Las mujeres eran consideradas "impuras" durante el tiempo de la menstruación y no las podía tocar siquiera. Después de parir, tenían que ofrecer un sacrificio en el Templo para ser "purificadas" (Lucas 2, 22 y Levítico 12, 11-8). Por supuesto que esta purificación nada tenía que ver con la impureza moral (con un pecado) que hubiera cometido la madre; era como una especie de tabú.

 

© M. Victoria Ródenas Guijarro